El Pececito Amarillo


pececito amarilloEn la orilla de un gran mar y a pocos metros de profundidad, existía una colonia de peces de esos que de mil colores llenaban los espacios y agujeros que el arrecife le brindaba.

Todo era normal en esas cristalinas aguas. El día con sus rayos iluminaba los lados del arrecife dándole mil cortinas de luz.

En medio de este paraíso vivía un pececito que por su particularidad lo hacía más notable que los otros: Era amarillo desde la punta de su nariz hasta su aleta caudal. Tenía unos grandes ojos negros… y nadaba a gran velocidad. Dejando estelas de burbujas a su paso.

Todos en el arrecife lo querían. Era verdaderamente un gran compañero. Por las noches todos los pececitos se escondían en los agujeros del arrecife para dormir… y también para no ser sorprendidos por algún depredador que quisiera molestarlos. Así esperaban la mañana, y a ese nuevo día lleno de colorido.

Nadie sabía de donde había llegado, era una incógnita para los otros peces. Unos opinaban que fue una gran ola que lo trajo, otros pensaban que había caído de una nube en una de las tormentas anteriores; pero bien todos lo adoraban.

Así transcurría esta verdadera alegría para todos… jugaban a persecuciones, jugaban a atrapar burbujas… jugaban a esconderse… todo lo que en los años mozos provoca realizar, sin lamentos del pasado, ni preocupaciones del futuro, sólo el vivir el presente es lo que basta.

Los peces más grandes venían a observar este espectáculo de los pequeños llenos de vida. Recordaban que una vez ellos fueron también “pequeños” y la distancia de los años les hizo olvidar la alegría.

Una vez, cuando jugaban, se encontraron una concha nacarada, era hermosa. Tenía un color blanco cristalino. El pececito amarillo la hizo suya y la llevó a su cueva donde dormía. Le parecía un gran regalo. Por las noches la concha reflejaba la luz de la luna cuando era expuesta a sus débiles rayos, esto, por supuesto, le sorprendía: Cómo la luna dejaba escapar sus rayos para ser atrapados en ese pequeño objeto.

Así transcurría esta felicidad. Nadie se atrevía a perturbarla. Era hermosa la paz que le brindaba el arrecife de coral. Su única ilusión estaba representada el de atrapar la luna y hacerla suya, y aunque no lo fuera se sentía satisfecho con atrapar sus reflejos, hasta que su felicidad fuese empañada por otro pez…

Un día, viendo la alegría de ese arrecife, se acercó un gran pez, largo y con grandes dientes, “era un depredador”. Quería atrapar a los pececitos, y estos nadaban lo más rápido y se escondían en las cuevas. El día se hacía largo con este gran pez acechando alrededor de ese arrecife… ya no salían a jugar y esto los entristecía, y se estremecían pensando en ser devorados por ese animal.

Ninguno de los grandes peces se acercaba, estaban atemorizados por el miedo, este les entumecía los huesos y no los dejaban actuar. El pececito escondido con su concha de coral, parecía preguntarle a su querido nácar que podía hacer. Nunca obtenía respuesta, sólo que “algo había que hacer” y pronto.

Amaneciendo, cuando los primeros rayos del sol alumbraban el arrecife, él decidió entregar su vida para que sus compañeros fueran felices; pero como enfrentarse a ese gran pez, si su tamaño era tan pequeño comparado con el del depredador. Vino a su mente un pensamiento: nadar lo más rápido, esa podía ser su ventaja. Él observaba que los movimientos de ese gran pez eran lentos.

Así salió de su escondite, dejando su concha de nácar en lo más profundo de su cueva, y decididamente se fue a enfrentar el peligro. Los otros pececitos observaban como él se enfrentaba a ese gran pez. Todos temían por su vida. El Miedo a veces no nos deja ver las alternativas que podemos usar. Y eso les estaba ocurriendo.

El pececito logró afianzarse a una de las aletas de ese pez y no lo dejaba movilizarse. Tampoco el gran pez lo podía alcanzar con sus dientes. Esto lo observaban los demás, hasta que uno de ellos dijo: Vamos… vamos a ayudarle, el problema es de todos… y así salieron cantidades de peces de los agujeros y se enfrentaron a este depredador, dejándolo confundido por la valentía de esos pequeños peces.

El pececito amarillo no lo soltaba y así por el temor de tantos peces, el pez grande nadó hacia las profundidades del océano arrastrando con él al pececito amarillo.

Nunca mas se supo de él, los compañeros añoraban a ese valiente pececito, querían que volviera. Uno de ellos encontró su concha de nácar en el agujerito donde dormía… y la luz de la luna se reflejaba con tristeza.

Nadie sabe que pudo pasar, eran preguntas sin respuesta, La concha de nácar a la entrada de su cuevita recordaba con nostalgia a aquel que la amó. En las noches atrapaba los rayos de luz y los reflejaba a la profundidad del océano. Nadie sabía porque una simple concha cobraba vida al oscurecer.

Los peces crecieron y muchos de ellos se alejaron, sólo uno permanecía a la espera de su compañero, lo añoraba con nostalgia y era el guardián de ese símbolo que lo representaba. Dicen que los peces no lloran porque sus lágrimas forman parte de las aguas del mar; pero sus ojos estaban tristes.

Algunos peces de las profundidades decían de “haber visto” a un gran pez amarillo, pero eran siempre cuentos que llegaban. El no podía ser de gran tamaño, él sólo era un pececito no más grande que las piedras del fondo del mar.

Así permanecía este guardián de la esperanza. Sólo pensando en los hermosos recuerdos que tenía y que pronto se morirían con él.

Por la noche observaba la concha de nácar y como siempre cuando la luna era grande… veía su reflejo y pensaba en su compañero.

Sumido en sus pensamientos no vio que un gran pez se acercaba, no había agujero que lo pudiera cobijar y sólo pensó en tomar la concha de nácar y huir a la profundidad del mar.

En esta premura dejó caer la concha al fondo del mar y con las luces de la luna brilló mucho más, parecía que lo hacía con alegría, y en ella, como por arte de magia, vio reflejada una gran cara de ese pez al que temía: era amarilla.

Al verlo de frente vio que era “amarillo” de la nariz hasta su aleta final y con grandes ojos negros.

Había regresado, había vuelto a su recuerdo, era su amigo que venía de nuevo, con grandes experiencias. Tomaron la concha de nácar y nadaron hacia otros mundos desconocidos. Era el desafío de la vida: enfrentar lo nuevo con la esperanza de que fuera lo mejor.

ALEXANDER